viernes, 8 de octubre de 2010

DEPRESIÓN: LA CULPA LA TIENE...

La depresión, o algo muy similar a ella, se está apoderando de la vida de personas cercanas a mí, principalmente contemporáneos. De pronto, este año (2010), varios de nosotros tuvimos que acudir con especialistas, o al menos reconocimos que nuestro estado no estaba precisamente en el tope de la felicidad. No soy psicóloga, pero mi formación académica y de vida me está llevando a reflexionar en torno a las causas que están provocando esta situación, pues, aunque no soy especialista en el tema, sospecho que esto no se trata de algo normal.

En la práctica soy antropóloga e historiadora, por lo que tiendo a analizar las cosas desde una perspectiva social y cultural e inevitablemente tiendo a comparar situaciones. He trabajado en el campo, conviviendo con gente del mundo rural que tienen problemas reales, serios y que en ocasiones parecieran no tener solución. Pese a ello, jamás he oído decir a estas personas “estoy deprimido(a)” o algo similar. De hecho, creo que ni siquiera puedo recordar que hayan manifestado la tristeza de forma oral con ese sustantivo o adjetivo (tristeza/triste), aunque es posible que alguna vez lo hayan hecho, porque a diferencia de la depresión, los dos ánimos extremos (felicidad/tristeza) sí son concebidos en todas las culturas, pues se tratan de sentimientos, y estos son inmanentes al ser humano, igual que las sensaciones.

En esta vida urbana, consumista e individualista, en suma, inmersa en el sistema capitalista, día a día tenemos problemas diversos que se suman llevándonos a un estado de desesperanza: problemas económicos, desventuras amorosas, dificultades familiares, conflictos con amigos y nuestra sociedad en general, obstáculos laborales… y, aunque la mayor parte de las veces ni siquiera nos haga falta un bocado qué llevarnos a la boca para satisfacer nuestras necesidades básicas, nos sentimos desesperanzados, tristes e inconsolables.

¿En qué radica la razón de tanta miseria donde no la hay? No es por querer aparentar ser una “rojilla piojosa” (como diría mi hermano), ni siquiera he leído entero El Capital, y en varias ocasiones he criticado las ideas de Marx y Engels (confieso, generalmente por ingenua o por parlotear), por lo cual no soy una especialista en materialismo histórico. Sin embargo, estoy convencida de que, en efecto, el meollo del asunto de la depresión en nuestros días radica en el capitalismo, en ese terrible y destructivo sistema que nos tocó vivir. Y, aclaro, lo nombro SISTEMA porque se trata de una compleja red de factores interconectados y que, por lo mismo, difícilmente puede repararse cuando algo falla, lo cual ha estado sucediendo desde mucho tiempo a esta parte.

Más aún, aparte del capitalismo, hablaría de liberalismo o, en nuestros días, neoliberalismo. En particular me remitiré a México porque he pasado poco tiempo en otras partes del mundo y emitir juicios con tan poco material “etnográfico” (si se me permite llamarle así a las observaciones cotidianas dirigidas por la razón) sería un atrevimiento. El capitalismo, neoliberalismo y, con ello, el quebrantamiento de las estructuras sociales son, desde mi perspectiva, una de las causas de esta generación deprimida (y, dicho sea de paso, el bienestar económico de muchos psicoanalistas y farmacéuticas).

En México, el liberalismo llegó desde la época colonial, en específico en el siglo XVIII con las Reformas Borbónicas que seguían las ideas francesas de libertad, igualdad e individualismo, por lo que dentro de la administración de los territorios coloniales, se procuró la disolución de las sociedades basadas en el corporativismo y, por supuesto, del clero regular (frailes, para los que no tienen claro esos términos) que a fin de cuentas tenía también un modo corporativista de administración. Esto se daba bajo el discurso de que la libertad era para el individuo, por lo mismo la propiedad privada debía ser asequible y una idea de comunidad iría en contra de todo esto. Pero todos los pueblos de origen mesoamericano (lo que hoy día conocemos como indígenas), concebían su organización social de forma comunitaria, por lo que la disolución de estas estructuras ocasionaban severos conflictos socioculturales. Para darse una idea de esto de forma simplista, piensen en lo que pasa cuando uno pertenece a una institución, laboral o escolar, y de pronto llega un nuevo jefe o director con ideas totalmente distintas a las que estaban acostumbrados (les obliga a usar uniforme, si no lo hacían; les prohíbe socializar en los descansos; les impide llevarse con los compañeros fuera de clase…). Seguro habrá descontento y caos, y se buscará la manera de seguir con las viejas costumbres a espaldas del jefe.

Los indígenas se las arreglaron para mantener aquellas viejas estructuras, para lo cual la religiosidad fue una útil herramienta. Pero el sistema colonial también quería procurar que las personas, como individuos, se involucraran en la economía como consumidores. La geometría básica (perímetros y áreas) no nos dejará mentir si decimos que el espacio dividido entre cada persona existente en nuestro territorio (me refiero al del actual México), sería insuficiente. Esto significa que los individuos no pueden tener sus propios medios de producción y generalmente, si no son terratenientes, se tienen que emplear para el que sí lo es o para el que tiene las industrias. Los indígenas quedaron a merced de las grandes haciendas y de alguna u otra forma lograron mantener en su interior parámetros de organización social tradicional, con toda la cultura que arrastraban desde tiempos remotos. Insistimos aquí que para ellos el sentido de comunidad es indispensable, los lazos de parentesco y la forma en la que éstos se establecen, con todo y las múltiples críticas que nuestra sociedad occidentalizada puede hacerle (sobre todo cuando hablan de la supuesta venta de mujeres al mejor postor, por parte del padre–matrimonio-), son o eran fundamentales para el funcionamiento de la sociedad y su armonía. No todos tenían lo mismo, la comunidad no es sinónimo de comunismo, pero había un orden en el sistema social, gracias a que debían organizarse bien para aprovechar los recursos comunes.

Pero ¿Qué tiene que ver todo esto con la depresión? Los sociólogos no me dejarán mentir cuando digo que la base de la sociedad está en la familia, al ser ésta la unidad fundamental. ¿Cuántas veces no hemos oído decir a una persona deprimida que se siente solo? Lo peor es que generalmente, al decirlo, evidentemente no está solo porque hay alguien escuchándolo, y de seguro éste será un amigo. Pero es cierto, probablemente estará solo, al menos en el sentido de que no se siente respaldado, no hay una sociedad que le asista, seguramente su familia será lo que se conoce como “disfuncional” (así como la mía). El individuo en cuestión puede tener dinero suficiente para sobrevivir, quizás tenga bastantes amigos con los cuales salir a divertirse, incluso probablemente tenga novio(a), pero se sigue sintiendo deprimido y solo. ¿Sus razones? Tal vez sólo halle algo así como “no tengo el mejor trabajo”, “es que no tengo una buena computadora”, “es que me siento feo”, “¡ES QUE NO SÉ QUÉ HACER DE MI VIDA!”: ¡Voila! El sinsentido.

La sensación de vacío, de sinsentido del mundo, de la desesperanza, proviene de ese individualismo, de esa falta de respaldo social. Esa es la soledad inexplicable de aquel que puede pasarse los días hablando con la gente y, creo, ahí el gran éxito de las terapias grupales y las sociedades anónimas (neuróticos, alcohólicos…) pues, al tener un rol y un vínculo con los miembros de una sociedad, automáticamente el vacío del sinsentido se llena con todo un sentido de la existencia.

El neoliberalismo procura la acumulación de capital por el individuo a costa de lo que sea, incluso del espacio mismo compartido. Por eso tanto deterioro ambiental, tanta despreocupación por el otro y por lo de los otros. “Como soy libre puedo hacer lo que sea necesario para mi propio bienestar”, sí, a veces también para el de la familia, pero generalmente será una familia nuclear. Por otra parte, esta libertad de tener más y más de forma ilimitada nos lleva al deseo de las cosas materiales y nos sentimos desdichados al no poseerlas, ya sea por falta de dinero o, mejor dicho, por exceso de deseo cuando no hay necesidad. No trabajamos para un fin y bienestar común, sino para el propio.

Cada vez las familias se vuelven más fragmentadas. Yo misma me niego a veces a las reuniones familiares por flojera o por el simple hecho de que no hallo razón para convivir y ser cortés con gente que casi no veo, sólo porque tenemos ancestros comunes. Aún así todavía se guarda en mi familia extensa un poco de esa idea de “comunidad” al estilo conservador, por lo que en ocasiones las diferentes familias nucleares que la integramos, podemos solucionar problemas que de manera individual serían irresolubles. Aún así, la mayor parte del tiempo permanece el individualismo y desconsuelo sin razón.

Y, ojo, puede haber capitalismo sin ideas liberales. Muchas de las familias más conservadoras están a la cabeza en la escala económica del mundo (pensemos en los Rockefeller, por ejemplo). Ellos destrozan el mundo (recursos naturales, flora y fauna (con los hombres incluidos) para proteger el prestigio familiar y honrar a sus antepasados –una forma muy clánica de sociedad- , seguir a la cabeza del mundo a costa de todos nosotros. Y así como ellos, varios en escalas menores.

Entonces ¿cuál es la postura de esta humilde ciudadana que ha vivido la depresión, propia y del prójimo, con respecto a lo liberal, lo conservador, el capitalismo y la depresión? Siempre me había proclamado liberal pero hoy en día no creo que sea apropiado ni conveniente. Tampoco puedo decir que quiero ser conservadora porque no concuerdo con muchas de las pautas establecidas por los conservadores (estoy completamente en pro de los nuevos tipos de familia, en particular las alianzas entre gente del mismo sexo). Lo que sí es que me he dado cuenta de que la clave para no sentir la depresión y ese vació está en la sociedad, de cualquier tipo y la conciencia de un rol en el mundo que no tenga que ver con la acumulación de bienes individuales. La tristeza de la soledad inexplicable está ahí, en esos parámetros individualistas que nos han metido durante los últimos siglos y la descomposición de las estructuras para satisfacer el beneficio de los “vivos” (con tono chiapaneco léase audaces) conservadores que usan la fuerza de trabajo individual para explotar y destruir el mundo, con el fin de construirse uno ellos. A nosotros nos dejan el gris y tórrido escenario cotidiano.

¿Qué hacer? Sí, ser libres, libres pero sociales, libres pero reverentes con el mundo. Las sociedades totémicas respetaban no sólo a sus ancestros, sino al entorno. Un tótem es un antepasado pero también un elemento de la naturaleza. El animismo no es cosa de locos o de tontos; depositar un alma en algo crea la necesidad de respetar a su referente en el mundo diario (espíritu del agua, del árbol, del oso…). Por eso la necesidad de la “religión”, y con ello no hablo de la católica, porque ésta, creo yo, representa justo ese individualismo de la sociedad actual al venerar a un solo personaje (individuo). Rindamos culto a los ancestros (agua, fuego, viento, flora, fauna, hombres…) y vivamos en sociedad real. Alejémonos del ego y las banalidades, trabajemos para todos. ¿Cómo hacerlo? La respuesta no puede estar en un breve texto de opinión. Sólo me limito a decir que sin duda es difícil porque TODO ES UN SISTEMA y la culpa de nuestros males está ahí. Trabajemos juntos para mejorarlo y en el intento seremos una comunidad. Nos sentiremos menos solos y la depresión poco a poco se irá.

1 comentario:

Marco Damián. dijo...

Y tenían tanta razón los pensadores decimonónicos, en parte, los males sociales sí son culpa de la modernidad.

Hasta resulta darwinista, supongo: cuando el hombre dejó de preocuparse por sobrevivir empezó a ocuparse en evitarlo.