(Junio de 2007)
Casi tres de ellas han pasado desde que estuve observándola, sentada de frente al poniente, en aquel lugar donde parece que la luna jamás se oculta. Esperaba sin ansias a que el sol sucumbiera ante su compañera esplendorosa que reinaría absoluta en aquel cielo inmenso y esférico del desierto. Risas y caricias infantiles -algunas bruscas- eran preludio al llanto inevitable por la tristeza que se avecinaba. Aunque no por dolor. Éste sólo hubiese tenido cabida si el momento hubiera ameritado un duelo. Todo lo contrario, pérdidas sólo existían manifiestas en tiempo -el eterno extinto que siempre permanece-, dejando al torrente líquido de los ojos en manos del capricho melancólico de una parcial ausencia por mi partida. No había fuegos artificiales, tampoco música, ni una fila de gente influyente dispuestos a lamentar el momento de marcharme. Pero yo era importante. Aquella soberana del cielo brillaba entera como sólo lo hace cada veintiocho días, dando la cara hacia la mía en el momento que saliera con mi equipaje por la puerta de esa casa de amor y arena. La pompa de mi despedida, estaba presidida por esa luna llena y no había mejores notas que las emanadas por unas voces a las que sólo podía entender alejada de lo lingüístico.
Esa tarde intenté quedarme con cada segundo vivido, acumulándolos mediante mis sentidos que, uno a uno, secuestraban de ese rato lo que estaba al alcance de su capacidad: imágenes, sonidos, aromas, texturas y el sabor de la gufia[1] convidada por aquellos seres cuyo modo de vida y hasta de producción, no parecía ser otro que el amor. Yo, el ser que siempre suele teorizar los sentimientos al grado de cuestionar su existencia, estaba sensible al conocimiento indefinible de uno. ¿Era acaso el lugar y la gente anfitriona la razón? Más allá de un idealismo ciego, creía – y aun lo creo- haber pasado dos semanas de mi vida albergada por seres humanos en cuyo entendimiento no existía el prejuicio, la envidia o el rencor –sin que ello implique que los piense menos imperfectos- Pero sin duda, el matiz del exilio y la ruptura de los esquemas cotidianos de la urbanidad, era el perfecto interruptor para encender los sensores comúnmente apagados al interior de mi hábitat en donde no concibo más que pensamiento y sensación.
El primer momento de incómoda presión llegó aprovechándose de un parpadeo. La noche entró de lleno avisando de manera tortuosa la cercanía de aquel instante en que un buen hombre cobraría por un momento el aspecto de verdugo, y entraría para arrancarme sin piedad de aquel estado de absoluto bienestar del que no quería moverme aún, no por desprecio a mi propia tierra, sino por rechazo a la persona incierta en que me convertiría al regresar a ella. ¿Acaso era hora de retomar la actividad lacrimosa que horas antes había llevado a cabo a escondidas de los implicados? Mis ojos, tal vez por fortuna, siempre habían tenido la costumbre de desaguarse en las inoportunidades incómodas y de reservar el líquido expresivo cuando la situación sí es adecuada.
Quería aprovechar el par de horas restante para dejar a un lado mi monólogo egocéntrico e interno, haciendo sonar palabras en segunda persona que expresaran mis pensamientos trascendentales a la gratitud. Pero el idioma era grave impedimento y mis limitadas dotes de oradora lo volvían aun más complicado y sin sentido. Mis interlocutores no entenderían ni siquiera un trozo de lo que intentaba comunicarles, y no por no conocer mi lengua. Decidí entonces sonreír como siempre y escribirles una nota con frases hechas de izquierda a derecha, que tal vez alguien podría leerles después.
El rugido espantoso de un motor inarmonizó la sinfonía de paz en aquel poblado y osó interrumpir mi banquete saharaui en presencia de aquella belleza plateada del cielo. Ni siquiera tuve tiempo de disfrutar la sensación de cada abrazo cuando me despedía y pronunciaba la promesa de volver ante cada una de las cinco féminas hospitalarias, miembros de mi nueva familia que se quedaban ahí. Subí resignada al transporte, albergando algo físico desde el estómago que ejercía presión hasta la cabeza como queriendo expulsar algo. Pero las lágrimas no llegaron y, con el motor en marcha, el “te quiero” con acento hasania[2] de la voz de mi homónima nueva hermana, dejó firmado el contrato que estipulaba mi futuro regreso.
Poco a poco fui perdiendo de vista aquel nuevo hogar y al tiempo la luna se iba más lejos en las alturas. Las llantas de la camioneta dejaron de rodar sobre la arena, encontrando el pavimento y pronto dejé de pensar un instante en mí, queriendo inmiscuirme más en las vidas de quienes se quedaban atrás, a los que conocía poco y estimaba tanto. Deseaba llevármelos íntegros en la memoria para mantenerlos vivos en el periodo de lejanía que ahora enfrento, mientras escribo esto, sin otro recurso que imaginar sus historias. A fin de cuentas pasamos más de media vida fantaseando acerca de todos y de todo, siendo eso la única verdad verdaderamente confiable. En aquellos rumbos lo entendí junto con muchas otras cosas, aunque hube tardado algún tiempo en saberlo…
Hace casi tres lunas me alejaba de los campamentos saharauis, para ellos refugio de una guerra injusta y cruel; para mí, resguardo de la crueldad propia que, mediante el miedo a la vida, me ataca con balas de tiempo.
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